Cee y Blanco de Lema, el venturoso azar de la bonhomía. El Colegio «Milagro» de Costa da Morte, la revolución educativa de un pequeño pueblo en los finales del XIX

Una educación que no solo se preocupaba de la formación de los varones sino también de que las niñas fuesen más allá de aprender a leer, escribir o bordar, permitiéndoles el acceso a la Segunda Enseñanza. Una dotación en equipamientos que aún hoy asombra a los educadores, con una apuesta por la enseñanza práctica y moderna. Con el foco puesto en la realidad social del entorno y por tanto con atención al campo, pero también a la industria que podía modernizarlo. Reglamentada la prohibición del maltrato físico desde el minuto uno porque «los golpes no corrigen, solo envilecen». La revelación del arte como una herramienta necesaria para el cultivo del alma humana, con clases regladas de música, dibujo, teatro… Todo eso y más en la última década de 1800 y en un recóndito pueblo de Costa da Morte. ¿Es, o no es, un milagro?

La poca fortuna en sus primeros años de vida pudo hacer de Fernando Blanco de Lema un ser triste, solitario o mismo resentido. O tentarlo a olvidar sus orígenes como fórmula de supervivencia. Huérfano de padre antes de cumplir un año, allá por 1797, vio muy pronto como la persona que le amparaba desde entonces, un pariente suyo, sacerdote y padrino de bautismo, era asesinado por las tropas francesas que arrasaron Cee (un remoto pueblo de Costa da Morte) en 1809, dejándolo nuevamente desprotegido. Su madre, viuda y con cinco hijos, no tiene otra elección que desmembrar el núcleo familiar para escapar del hambre, enviando a los tres hijos varones a Ferrol. En meses, y con solo 13 años, Fernando Blanco de Lema se sube a un barco con destino a Cuba.

Hasta aquí una historia más de desgracias sucesivas, nada excepcional en la Galicia de la época. Miles de emigrantes arribaron a las distintas costas americanas y caribeñas en busca de presente. Bastantes menos, pero varias decenas para suerte de una Galicia pobre y mayoritariamente analfabeta, no olvidaron sus raíces. Filántropos, indianos retornados… categorías comunes para seres excepcionales con una certeza compartida: el mundo no cambia si no es desde la educación. Ese es el objetivo. Y a él se entregaron. En vida e incluso después de muertos.

La fortuna de Blanco de Lema se asentaba en el negocio ferretero e inversiones en acciones de bancos y ferrocarriles. Nada de ello -ni el estatus, ni las nuevas relaciones, ni ese entorno caribeño próspero a miles de kilómetros físicos y a años luz emocionales de sus orígenes, le alejaron de sus lazos familiares y de sus raíces ceenses. Su testamento, datado en 1875 en Cuba, es un documento imprescindible para comprender la bonhomía del personaje y para que cada ceense biennacido agradezca diariamente al azar el nacimiento de Blanco de Lema dentro de sus límites geográficos.

El colegio Fernando Blanco de Lema no es una escuela de indianos más, de las muchas que salpicaron Galicia en esos años. El Colegio de Primera y Segunda Enseñanza de Cee es un milagro. Perdón, un MILAGRO. Posible gracias a una fortuna difícil de calibrar en los tiempos que corren: 750.000 pesos de oro. Y pese a los problemas y las tensiones del proceso, gracias a unos albaceas, los primeros, que cumplieron lo ordenado y apostaron a lo grande. Parece dudoso que algún otro municipio gallego, ni siquiera las capitales más grandes, dispusiera de una inversión y una apuesta educativa mayor que Cee en esa época.

Un museo  que atesora solo una pequeña parte de las ingentes colecciones

Escuela de niñas

Lo primero fue dotar al milagro de continente. Sobre el solar de la humilde casa natal de Fernando Blanco se construyó la Escuela de Niñas, hoy sede de la Fundación  -prohibido pasar por Cee sin visitar este recoleto museo y alucinar con su contenido- y a dos calles, en la carretera que une el municipio con Muros, el Instituto de Segunda Enseñanza.

20170925_104617Se trata de un edificio acastillado, de dimensiones solariegas, obra del arquitecto José María Aguilar, que supeditó su diseño -y ahí lo moderno- al programa educativo y a las directrices del impulsor de sucesivas reformas educativas en la España del diecinueve. Si la Escuela de Niñas, ubicada en la plaza de Cee, acogía la educación de los escolares más pequeños (hasta los siete años) y de las niñas hasta los catorce,  el Instituto recibía a los niños a partir de los siete.

Construido el escenario en el que reproducir el misterio de la formación, no se escatimó tampoco a la hora de dotar al centro de medios materiales y humanos para hacerlo posible. La educación más moderna de la época apostaba por cultivar en los alumnos los conocimientos humanísticos y científicos, no solo en el plano teórico sino también en el práctico. No hay más que ver los materiales adquiridos por el Colegio para sus Gabinetes de Física, Química e Historia Natural para comprender  la dimensión de ese compromiso. Aparataje de primerísimo nivel, adquirido en Francia, Inglaterra, Alemania… colecciones de fósiles, plantas o animales disecados jamás vistos ni soñados por ningún ceense. Difícil imaginar qué podía sentir un colegial de un pueblo remoto de Costa da Morte , en los finales del XIX, observando un pelícano disecado…; modelos artísticos para sus clases de pintura y dibujo o una colección de óleos encargados al mejor retratista del país, Federico Madrazo , pintor de Cámara de la reina y director del Museo del Prado.

Espíritus cultivados, letras increíbles…

Los hijos de algunos de los orgullosos alumnos que pasaron por esas aulas en las primeras décadas del siglo XX tenemos más fácil entender los efectos del milagro Blanco de Lema. Disfrutamos, nos contagiamos de ese amor por la cultura y por el arte que adquirieron de niños nuestros progenitores, ese gusto por la música, el teatro, esas maravillosas caligrafías, esas ansias de saber… Las que, además, tuvimos la fortuna de jugar en el regazo de antiguas alumnas como Palmira Ozón aún recordamos a esta octogenaria trazando fascinantes letras sobre el borde de un periódico… Y es que claro, su aprendizaje juvenil había dado frutos a plumilla como estos…

Los alumnos y alumnas del Fernando Blanco igual absorbían conceptos de agronomía y plantaban las semillas más dispares en el propio jardín botánico del centro, que aprendían mecanografía en el «ejército» de máquinas Underwood adquiridas para tal fin (no en vano, el centro fue el primero de Galicia en impartir esta asignatura). Igual daban sus primeros pasos en el dominio del canto, el piano o el violín con la Señorita Ofelia a la batuta, que descodificaban latinajos con Don Samuel, pintaban del natural o disfrutaban montando obras de teatro de toda índole. Los más aventajados participaban en veladas musicales, llegándose a conformar un orfeón y una rondalla, o a disponer de una banda de música propia. Contabilidad, teoría del comercio, idiomas… formaban parte de su cuadro de asignaturas.

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Los hermanos Leis Rial, Maricha, José María y Antonio, preparados para una representación teatral

En tiempos en que lo más frecuente era hacer realidad el dicho «la letra con sangre entra», en el Instituto Fernando Blanco se rompía la tendencia recogiendo en el reglamento de la institución propuestas pedagógicas absolutamente rompedoras: «Sea cual sea la falta que cometan los alumnos, nunca se les castigará con golpes de ningún género: los golpes no corrigen, y sin embargo, envilecen a quien los sufre». Negro sobre blanco. Cuántos años oscuros quedarían aún por venir…

El Jardín que rodea el edificio se planteó desde el principio como un espacio educativo más, no solo como un área de esparcimiento. En él, los alumnos podían poner en práctica los principios de agricultura aprendidos en sus aulas mientras llegaban simientes y se plantaban especies de lo más exóticas. No estaría de más buscar la fórmula para abrirlo al público de manera reglada, como espacio de ocio para vecinos y reclamo para visitantes, y difundir la grandeza que, pese a todo, mantiene hoy en día.

Un centro al servicio de la colectividad para erradicar el analfabetismo

La grandeza del Instituto Fernando Blanco pronto sobrepasó las verjas que perimetran el centro educativo. Todo Cee y los municipios limítrofes se beneficiaron del milagro cumpliendo el objetivo del fundador, dotar de prosperidad a la localidad que se la había negado a él de plano. Los ejemplos se suceden: La biblioteca, de más de 2000 volúmenes, pronto se abrió al pueblo, y enseguida se pusieron en marcha campañas de alfabetización para trabajadores, o se impartieron clases de música o dibujo también para adultos. Tal es así, que pronto se suprimieron las clases para obreros por reducirse el analfabetismo a mínimos, en una Galicia aún profundamente analfabeta.

En el ámbito de la salud, también jugó el Instituto Fernando Blanco un papel crucial en la supervivencia de los ceenses. El botiquín del centro, dirigido por un farmacéutico, atendía a todos los pobres del municipio y se puso a disposición de los médicos municipales los medios necesarios para combatir la epidemia de viruela que asoló la zona en 1888, o las tifoideas que atacaron años después. No solo en lo material. Los propios maestros de la institución llegaron a recorrer las calles de la localidad para ubicar, aislar y eliminar los focos de infección que podrían hacer imposible vencer esos procesos epidémicos.

La modernidad, también de manos de Fernando Blanco

Sin duda alguna, cualquiera a quien se invite a citar dos avances tecnológicos que resuman la modernidad del XIX o XX citarían la electricidad y el teléfono. Pues esas dos revoluciones llegaron a Cee de la mano del instituto. Casi a la par que la apertura del centro a su actividad lectiva, se instalaba en su seno la primera estación telefónica interurbana de la villa. Con este teléfono se podía comunicar con la estación telegráfica del vecino pueblo, Corcubión, y desde ella, llegar a cualquier punto de España.

En el primer trimestre de 1906 la empresa eléctrica Cereijo instalaba en el Colegio la necesaria red de iluminación,  apostando así por la electricidad tras descartar la opción del acetileno para sustituir las ineficaces luces de petróleo. Fernando Blanco encendía así todas las luces. Y aún brillan.

(Información y fotografías procedentes de publicaciones y la web de la Fundación Blanco de Lema)